¿Qué es Metafísica?
- Consultorías Stanley
- 12 dic 2023
- 12 Min. de lectura
Actualizado: 11 mar
A la luz de las reflexiones anteriores, descubrimos que la metafísica es la reflexión filosófica per se, el razonamiento abductivo e intuitivo, o la hipótesis más razonable a los lectores u oyentes. También es viable formular que la metafísica no es contraria al razonamiento empírico, guardián que vigila las ovejas, si bien lo rebasa, como el sol que con sus rayos vigila la creación entera; su alcance no se limita al mundo fenoménico, sino que también abarca la espiritualidad, la historia, al sicología, los sueños, todo aquello sobre lo que la mente puede cogitar.
Durante los últimos años las ciencias exactas han asumido el discurso metafísico a partir del materialismo positivista. Hace unos días, verbigracia, leí en la prensa que un neurólogo había descubierto una mancha oscura sobre la corteza cerebral de sus pacientes irritables. Antes de concluir que esta mancha era una consecuencia de un mal temperamento, como podría serlo un ceño arrugado, el científico se jactaba al demostrar que la ira era un producto cerebral. Verbigracia los astrónomos que cortejan a los gobiernos acaudalados para que éstos les concedan billones de dólares; de ese modo, explican, construirán un escudo antimeteoritos capaz de salvaguardar al planeta de una destrucción inminente. Inferimos que sus especulaciones varían de acuerdo a la importancia que los medios de comunicación prestan a sus comentarios.
El concepto de falseabilidad, acuñado por Karl Popper en 1934, respalda a los neopositivistas que desean descifrar el origen de la vida y la existencia en la materia. Sus investigaciones, no obstante, aún no han alcanzado las reflexiones sobre la Ganzheitmedizin o medicina orgánica de Paracelso. Al respecto cabe mencionar los esfuerzos de los laboratorios más sofisticados del mundo por crear una célula viviente; sometiendo todas las combinaciones posibles de los elementos de la tabla periódica a altas y bajas temperaturas, los científicos han apenas producido aminoácidos inertes. En un esfuerzo por posponer su victoria, sus prosélitos predican que dichos aminoácidos producirán células vivientes en unos cien o doscientos millones de años. Así mismo la teoría de la evolución biológica, postulada por Patrick Matthew en 1831, y reformulada por Wallace y Darwin veintisiete años después, continúa siendo una teoría, un credo sobre el cual la zoología y la sociología evolucionista fundamentan su discurso. A pesar de su alto índice de probabilidad , y de su descripción meticulosa de las mutaciones adaptativas de los picos de los pájaros de los Galápagos, Darwin fue incapaz de dar razón del origen de las mutaciones genéricas. Los evolucionistas atribuyen la perfección y variedad de las especies a la radiación, pero ninguna criatura ha mutado para su beneficio, que sepamos, a partir de las hecatombes nucleares de las últimas seis décadas.
La teoría evolutiva, asimilada como criterio de sentido, ha, si acaso, avivado el racismo y la discriminación en Europa. No ignoramos que el fascismo y el nazismo partieron de la creencia de que un grupo humano evolucionaría sobre todos los demás. Las cavilaciones morales del evolucionismo perduran en nuestros días bajo un barniz devoto:
“La moralidad es producto de la evolución, no menos que la mano o el ojo. Nuestra moralidad es una adaptación (…) En el pasado la gente que carecía de moralidad era desterrada y en desventaja”.
Mr. Ruse implica que personajes tan disímiles como Sócrates, Pompeyo, Juana de Arco y Giordano Bruno murieron a causa de su deficiente adaptación biológica/moral. En otra página Mr. Ruse concluye que la felicidad de los países del tercer mundo pondría en peligro la evolución biológica de los ciudadanos norteamericanos y europeos:
“Estamos más obligados hacia nuestra parentela que hacia los extranjeros (…) los beneficios biológicos son ciertamente más consistentes, o al menos más probables. Un gen reproducido tiene, definitivamente, un valor biológico en oro. A medida que la gente se aleja de nuestro círculo familiar, ese sentido de obligación desaparece”.
Como todo evolucionista, Mr. Ruse supedita la conciencia humana a la fisonomía del cerebro. A pesar de compartir el credo de Mr. Ruse, el prestigioso arqueólogo Richard Leakey es imparcial a la hora de confesar sus limitaciones:
“Aunque varias funciones pueden ser localizadas en el cerebro, una de las características más sobresalientes de este órgano es que ciertas funciones, a menudo las más importantes, rehúsan una localización precisa; una de ellas es la conciencia. Nadie ha sido capaz de señalar una porción del cerebro para decir 'Este es, exclusivamente, el asiento de la conciencia'. Incluso la localización de las funciones lingüísticas no pueden ser 100% establecidas. Para dar un ejemplo, un individuo puede perder una sección relativamente considerable de su cerebro, sin que sus funciones cognoscitivas sufran daño—incluyendo el lenguaje—”.
Del mismo modo, los bioquímicos contemporáneos confiesan la imposibilidad de una reacción química capaz de descifrar a un ser viviente; la duración de una vida humana no bastaría para escribirla en un libro. La ciencia, desde su auge en las civilizaciones antiguas, se limita a explicar el 'cómo', nunca la causa primera, menos aún el 'porqué'. Quienes, como Platón, Plotino o Hegel emprenden la tarea, son catalogados de idealistas, uno de los extremos maniqueos de la filosofía que, contrapuesto al materialismo, reduciría el trabajo filosófico a la defensa de un dogma.
El 'cómo' refiere a la razón; el 'porqué' a la sensibilidad, un terreno que la poesía manifiesta y que los científicos esquivan. El arte expresa lo que la ciencia no puede ni se atreve a demostrar. El hombre no siente en números; aun así, su esencia ha sido reducida por los científicos a las matemáticas, por los matemáticos a la lógica, y por los lógicos a la razón: sus discursos se articulan exclusivamente en el conocimiento humano, no en la humanidad misma. A partir de Nietzsche la antropología filosófica acepta la primacía del arte, a la par que, no sin hipocresía, menoscaba de su función social. La palabra 'sentimentalismo' es continuamente acuñada bajo el yunque de la razón; pero son los sentimientos, precisamente, quienes manifiestan nuestra esencia, y es a partir de ellos que articulamos nuestra voluntad. Un niño retardado no es menos humano que un niño prodigio al momento de abrazar a un adulto, en tanto que este último está más expuesto a deshumanizarse a causa de sus privilegios lógico/racionales. La humanidad refiere continuamente al amor; el odio, la envidia, la venganza y el egoísmo reflejan en sí mismas la deshumanización en un carácter calculador.
Cuando Descartes escribía que existía en cuanto pensaba, "Cogito, ergo sum" (Pienso, luego existo), subrayó la certeza de que la conciencia se articula a través de ideas, no en un cuerpo fruto de millones de años de evolución. Las funciones corporales, de hecho, son accesorias para el “yo». Sólo vivimos en cuanto pensamos, un razonamiento que el sueño confirma: aunque sabemos que mientras dormimos vivimos, nuestra conciencia salta ininterrumpidamente de la noche a la mañana. El sueño, en sí mismo una prueba de la primacía de nuestra conciencia; soñar es preservar las vivencias que las noches dejan.
La metafísica ha sobrevivido los embates de la razón pura, el neopositivismo y la filosofía del lenguaje porque ha sido y continuará siendo una íntima confesión de vida, la reflexión del ser sobre su ser y estar, sobre su relación bipartita entre el mundo y la nada, entre la existencia y la no existencia. Los seres humanos son conciencias que obran sobre la materia; un postulado que los materialistas de nuestra época se empecinan en invertir. Para el materialista la agudeza de la conciencia, la perfección del cuerpo y la armonía del universo son accidentes indeseados, frutos de casualidades concatenadas y sin misterio.
Asociada durante siglos al idealismo platónico, la metafísica se articula en nuestros días, para usar la terminología kantiana, en las ideas a-priori de la razón, comunes a todos los hombres.
La religión revelada es una experiencia comunitaria o personal, propia a los creyentes y a las iglesias del mundo; es una experiencia, como William James señala, y como tal no puede menospreciarse. La metafísica, que es reflexiva, y la religión, que es inspirada, atañe a los pensadores y creyentes en sentidos opuestos, pero no irreconciliables. En su serie de ensayos sobre hombres representativos, Ralph Waldo Emerson cita el encuentro entre Abul Khain, el místico y Abu Ali Seena, el filósofo, en una aldea árabe. Al despedirse el filósofo concluye:
—Lo que él ve, yo lo sé.
—Lo que él sabe, yo lo veo —replica el místico .
A partir de Juan Luís Vives el pensamiento moderno se articula a través de razonamientos negativos . Ante la imposibilidad de establecer un criterio de verdad, cada pensador progresa sobre las fisuras de sus predecesores. Este vaivén ha desligado al pensamiento de su dimensión ética, validando el socialismo sectario, en el caso del idealismo alemán, el bombardeo de conglomerados civiles, en el caso del neopositivismo.
—Sólo sé que nada sé —aseguraba Sócrates en un afán por centrar las acciones del hombre no en la erudición, sino en el comportamiento individual, el cual exige una autorreflexión constante. ¿Qué es lo que los dioses harían?, pregunta Sócrates retóricamente en varias ocasiones. También Kant definiría a Dios como la Idea del Bien Supremo, concepto que lo lleva a formular el imperativo categórico como brújula moral: ¿qué es lo que esperaría que los demás juzgaran sobre lo que yo ahora juzgo?
La reflexión metafísica es aquella que mantiene viva la sal de la tierra, capaz de mancomunar, como en Schopenhauer, a un mendigo con un rey, o, como en Jaspers, al dolor personal con la manifestación divina. La recurrencia de la metafísica a la ontología, esto es, a la unidad del Ser, la relaciona con la teología. Metafísica, ontología, teología y filosofía son ciencias que intercambian y producen discursos éticos.
La palabra "Metafísica" fue acuñado por Aristóteles en un tratado, si bien los filólogos alemanes popularizaron en el siglo 19 el argumento de que el título era fruto del ingenio de los bibliotecarios de Alejandría, quienes lo clasificaron como un trabajo “después” (meta) del de la física. Tal apreciación es tan paternalista como ingenua; en primer lugar los bibliotecarios de Alejandría no acostumbraban añadir títulos a los libros que compilaban; imponer títulos peregrinos iría en contra de su prestigio como guardianes del saber de los grandes filósofos; en segundo lugar Aristóteles no dejó otros libros o escritos sin título, lo que sería contrario a su praxis, y en tercer lugar los conceptos abordados por los libros compilados en orden alfabético en “τὰ μετὰ τὰ φυσικά” abordan, en efecto, sujetos que van más allá de los que la física o la ciencia puede abordar.
Para Aristóteles la Metafísica se ocupa de la naturaleza de la realidad, la existencia y la relación entre la mente y la materia. Explora conceptos abstractos como ser, realidad, identidad, tiempo, espacio, causalidad y sustancia, y busca comprender la naturaleza fundamental del universo y la naturaleza de las cosas que existen más allá de lo que podemos percibir con nuestros sentidos. Profundiza en preguntas como: ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿Qué existe? ¿Cuál es la naturaleza de la existencia misma? ¿Cuál es la relación entre los aspectos físicos y no físicos de la realidad?
La psicología, que es una rama de la filosofía, también ha entrelazado caminos en las últimas décadas con el discurso metafísico y teológico. La lucha por la preeminencia académica, que antaño fue de los metafísicos y en el siglo 20 de los científicos, no tiene aún liderazgo en el siglo 21.
El discurso metafísico no es utilitario, sino trascendental. Antes de preguntarse sobre la utilidad o inutilidad de cada hombre, la metafísica cuestiona las razones de su existencia en un mundo destinado a su extinción. Aunque nuestro organismo comparte las mismas funciones de las anémonas, los reptiles y los primates, nuestra voluntad rebasa el ámbito de la supervivencia para responder a su sentido, su origen y su destino.
Al relativizar el bien y el mal los materialistas tornan la justicia irrelevante. Es cierto que es ingenuo establecer un criterio universal de comportamiento, pero también lo es que cada ser humano discierne una acción noble de una pérfida; Sócrates, de nuevo, aseguraba que aunque no podía definir a la divinidad, podía identificar lo que la divinidad no era. Las elucubraciones de los neopositivistas difícilmente engañan al entendimiento; no es necesario ser oriundo de Barrancabermeja o Jerusalén para comprender que quien envidia, asesina, miente o roba, sufre constantemente el temor de una venganza. Una conciencia tranquila es un paraíso en comparación. La lengua inglesa usa la expresión 'peace of mind', literalmente 'paz de la mente' para expresar un estado de serenidad.
La metafísica cavila sobre la ética al aprehender la divinidad como una manifestación social. A un extremo el fanatismo promulga las recompensas del cielo y los castigos del infierno, reacio a comprender que ese cielo y ese infierno no es impuesto, sino que es escogido, nace y se desarrolla dentro de cada cual. Baste comparar el infierno con las pasiones de un encuentro de boxeo o una disputa de elecciones, y el paraíso con una vida dedicada a la carpintería, la agricultura o al estudio y las artes; son estilos de vida, y sólo cabe preguntarnos cuál será el menos dañino para una sociedad: el afán de ganar o la alegría de existir.
En El Malestar en la Cultura Freud asoció el egoísmo a nuestra naturaleza. Su objetividad no le permitió creer, como Platón, Plotino, San Agustín, Rousseau, Tolstoi. Bernard Shaw y tantos otros escritores, en la fuerza de la voluntad para apaciguar el ímpetu de ese egoísmo. Las religiones y las leyes se esfuerzan en solucionar el problema del egoísmo personal, independientemente de su malestar. Freud, inteligente como fue, culminó su obra con pasajes nihilistas, y en “El Malestar en la Cultura” postuló que la única felicidad posible era a través de los excesos sexuales y las drogas. De allí concluyó, a partir de su atormentada adicción a la cocaína, que la felicidad, por ende, era insostenible. Sartre desarrolló el mismo pensamiento. La falacia de ambos, por no mencionar a otros filósofos contemporáneos, es refocilarse en la creencia de que todos somos egoístas empedernidos por naturaleza. El egoísta, como Swedenborg señala, es quien se deleita en el daño ajeno, esperando de algún modo beneficiarse; pero es la razón, el descubrimiento de la verdad y su aplicación en el perdón el camino hacia un mundo menos bárbaro. Borges expresó las limitaciones de los escritores contemporáneos en un hermoso pasaje de su biblioteca personal:
“Los escritores de nuestro siglo se deleitan en las flaquezas de la condición humana; el único capaz de imaginar Héroes fue Bernard Shaw».
Pero la metafísica es a menudo también reflexión inspirada, lo que la relaciona con la poesía. Ambas cavilan y se emocionan sobre las responsabilidades de un universo que se construye y se destruye incesantemente para renacer. En su ensayo sobre metafísica, Heidegger explora los caminos que nos llevan a la confrontación del ser con el ser, lo que conllevó a Borges a catalogarlo de narcisista; quizás sin considerar que el nihilismo de la reflexión heideggeriana presumía el tedio como sentimiento común a todo ser humano; sus reflexiones llevarían a un Sartre, en el culmen de su prestigio, a aceptar su libertad en cuanto los demás la alcanzaran.
La conciencia social es, de hecho, metafísica, por cuanto surge ante las limitaciones de las ciencias exactas. En tanto el materialismo relega las inquietudes existenciales a hipótesis afines a las de la evolución y el Big-Bang, la metafísica elabora su discurso a partir del conglomerado de las ciencias naturales y sociales, del arte y el folclor.
La metafísica es una disciplina que trasciende los límites de la especialización; deriva su discurso desde una perspectiva universal. “Ciencia de los principios”, escribe Aristóteles. Que la materia produzca materia y energía es comprensible para un físico; que la vida genere vida en un ambiente hostil es un proceso sobre el cual el metafísico cavila. Su principal inquietud, de hecho, no es la muerte, sino la existencia en un universo que sucumbe a cada instante. Consideremos al respecto la temperatura adecuada para un ser humano: entre -40C y +60C aproximadamente: cien grados en un universo cuya temperatura máxima aún no ha sido calculada —hipotéticamente es infinita—, y cuya temperatura mínima es definida como 0 TEMPERATURA —la de los agujeros negros, aún desconocida—. La tierra, de hecho, vive de un equilibrio tan delicado como el de un feto en el útero de una madre. Júpiter, Saturno, Marte y la Luna son escudos que nos protegen de un bombardeo continuo de cuerpos celestes. No mencionó, desde luego, a los misterios de la fortuna, que administra la muerte, la enfermedad, la riqueza o la miseria a los hombres, sin que éstos puedan controlarla.
La ética trascendental sería el campo que, a partir de la historia y la revelación, descifre las reglas de la fortuna. Vebigracia, Napoleón y Felipe II, quienes en su gloria se creyeron invencibles, perdieron sus imperios a causa de tormentas imprevistas.
Quien renuncia a la metafísica anquilosa su intelecto. En Los Viajes de Gulliver, Jonathan Swift se esmeró por denunciar el egoísmo de los reyes, ministros y académicos de su generación; en lugar de vituperios, Swift recibió felicitaciones. Nuestras celebridades políticas e intelectuales han alterado poco esta estulticia. La clonación de animales ha desatado ansiedades rocambolescas en nuestra generación; la más absurda parte de la idea de que un cuerpo clonado compartirá la conciencia de su cuerpo matriz. Científicos o charlatanes embaucan a periodistas y usureros asegurándoles que sus mascotas vivirán por siempre. Los abusos de la ingeniería genética apenas matizan las vejaciones de una humanidad constantemente despreciada.
A diferencia de las ciencias exactas, la metafísica no es una especialización; su discurso se elabora a partir de una percepción universal. Siendo alumno de Bertrand Russell, Wittgenstein le anunció que viajaría a una casa solitaria, en las montañas, a escribir Su Tractatus Philosophicus. Bertrand le dijo que la soledad acabaría con él; Wittgenstein replicó que para eso él contaba con Dios:
“Le dije que estaría muy solitario y él dijo que prostituyó su mente hablando con gente inteligente. Dije que estaba loco y él dijo que Dios lo proteje de la sanidad' (Dios ciertamente lo hará) (…) estoy convencido de que se suicidará en febrero ”.
El círculo neopositivista de Viena veía en el Tractatus Philosophicus el fin de la metafísica, cuando la intención de Wittgenstein era, precisamente, demostrar la necesidad de ésta, labor a la que consagraría su segunda inmersión en la filosofía, conduciendo el uso metafísico de las palabras a su uso cotidiano. Wittgenstein argumentó que las proposiciones metafísicas expresan verdades acerca de la naturaleza del lenguaje y la experiencia humana. Estas verdades son importantes, pero no se pueden verificar empíricamente .
La metafísica renace en cada hombre que cavila sobre su existencia. Ciertos escritores célebres como Karl Marx y Gore Vidal adolecen de cierta indiferencia metafísica: para ellos el universo, el cuerpo y la vida simplemente son. El caso más revelador del siglo 20 es el del estreno de Death of a Salesman (La Muerte de un Agente Viajero) de Arthur Miller. A la salida el autor preguntó al novelista alemán Thomas Mann sobre su obra.
“Parecen animales”, dijo Mann.
Y ciertamente, los personajes de Miller, como los de Balzac, como los de la mayoría de las novelas contemporáneas, no encajan en la categoría aristotélica de individuos que expresan sus sentimientos mejor que en la vida diaria, con una complejidad que nuestras culturas no permiten en sus círculos sociales.
Los personajes modernos son en su mayoría tan normales como dicta el status quo, es decir, son seres que nacen, comen, crecen y mueren sin cuestionar el significado de su ser en el mundo.



















Comentarios